Llevo alrededor de 10 años conviviendo con la migraña. A veces es «sólo» cefalea tensional, pero hay momentos en los que ambas deciden citarse en mi cabeza para instalarse en ella indefinidamente. Se ve que están a gusto allí, cómodas, relajadas, en su ambiente. Hace una semana me visitaron otra vez. Consideraron que, en esta ocasión, se quedarían conmigo ocho días. Este pequeño microrrelato es producto de su visita.

Me envuelve un persistente manto de dolor. No consigo deshacerme de su presencia. Me abraza y acoge en su seno, como un amante henchido de amor que no desea dejarme marchar. Pasea sus densas manos desde dentro de mi cuerpo, llenando cada recoveco, como miel espesa y condensada que deja todo pringoso a su paso.
Es un dolor con voz propia, única y metálica. Le gusta cantar y dar fuerza a su rasgado timbre, jugando con la intensidad y la profundidad de su voz, que suele ir in crescendo. Cuando empieza su canto, el frío aullido de su voz congela todo mi cuerpo, volviéndolo quebradizo, rígido e incapaz de moverse sin sentir su presencia.

La densidad de su tacto se hilvana con la rigidez de su voz, mutando sus cualidades para tornar en frío su tacto y en pegajosa su voz. Fría viscosidad que nubla mis sentidos y anquilosa mi cuerpo.
Mis pensamientos luchan en vano por materializarse, pero sus llantos desesperados se ahogan dentro del viscoso y punzante bramido que no hace más que aumentar.
Soy una esclava de esta palpitante tortura. Sin redención posible. Nada existe más que el canto de acero meloso y frío que perfora mi mente y mi cuerpo.

Me rindo al dolor. Me entrego a los brazos de Morfeo con la vana esperanza de que él me rescate de las garras de mi captor invisible.
Pero al despertar, el dolor vuelve a materializarse.
Y, de nuevo, mi despiadado amante me cobija bajo su mordaz abrazo de hiel.
T.
Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0









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