Aroma a canela

Cada día en la oficina era una tortura. Me machacaban, me presionaban y me trataban de un modo que rozaba el esclavismo. Nada lograba animarme, ni siquiera mi inminente boda y el ansiado respiro que me darían esos días fuera de la ciudad y de aquella condena perpetua.

Bueno, en realidad, sí había algo que me animaba… Incluso en contra de mi propia voluntad.

Ella.

Su sonrisa despreocupada. Sus intensos y misteriosos ojos, que me iluminaban como faros infinitos en mitad de la oscuridad. Una llama hipnótica en la eterna noche.

Cuando la veía, todo a mi alrededor se desvanecía inmediatamente. Sólo existían su sonrisa y su mirada.

Aunque verla bastaba para incendiar mi mente y mi cuerpo, cuando se acercaba, su intenso aroma cítrico con toques de canela me volvía loco. La deseaba. Tanto que dolía. Era un hecho incuestionable.

Muchas veces me descubría buscándola, fascinado por su forma de moverse, de andar; me recordaba a un hermoso felino, elegante y seductor.

Habitualmente, un teléfono o un timbre me arrancaban de aquel espejismo de canela. Y en ese momento regresaba a la oscuridad.

Lo peor, sin embargo, no era regresar a la negrura y a ese maltrato constante de mis superiores.

Lo peor era la profunda desolación que anidaba en mi estómago al saber que aquella mujer a la que tanto deseaba nunca estaría conmigo. Jamás podría ver su ondulado cabello desparramado por mi almohada o acariciar su piel, ni podría beber de aquel delicioso aroma acanelado que desprendía.

Llamaban de nuevo por teléfono, arrancándome de aquella ensoñación.

Esta vez era mi futura esposa. Debía pasar a comprar pasta antes de volver a casa.