Estaba harto. Del trabajo, de mis jefes, de pasarme más de 10 horas cada día en la misma maldita posición. Creía que iba a entrar en simbiosis con la silla, a pesar de ser lo más incómodo que había diseñado la mente humana. En combinación con los ordenadores, constituían una pareja despiadada que dejaba a los instrumentos de tortura del pasado a la altura del betún.
Su estrategia era simple: no moverse y dejar que la persona se hundiera en la miseria gracias al peso de la gravedad y a la fuerza del hastío laboral. El cuerpo se iba doblando, retorciéndose lentamente, como un papel quemado que se encogía por momentos. Al final, todos parecíamos anacardos deprimidos y grises. Y ese peso que empujaba los hombros hacia delante y la espalda hacia atrás, nos hacía parecer criaturas primitivas que quieren esconderse en sus caparazones y olvidarse del mundo.
Con esa dinámica, uno pierde la ilusión, claro. Entra en un bucle infinito de dejadez e indiferencia, dejando que los jefes logren tener más fuerza sobre sus empleados.
Antaño me enorgullecía mi espíritu luchador, de inconformista convencido. Pero, ahora, aquella pareja de silla y ordenador me estaban minando y yo no hacía nada por remediarlo.

Un día, paseando despreocupadamente cual anacardo melancólico, descubrí mi reflejo en un escaparate de la zona del centro. ¡Parecía una «ce» a punto de crear un círculo perfecto! Me di miedo.
Qué demonios: me acojoné.
Así que decidí plantarle cara al binomio silla-ordenador. Cuanto más quisieran empequeñecerme, más elevaría el pecho. Cuanto más me atrajera la pantalla hacia delante como la luz a las polillas, más estiraría la espalda.
Nada de ejercicios complicados. Una mera cuestión de distancias. Uno no puede mantenerse muy cerca de los enemigos, pero tampoco tan lejos como para perderles la pista y que luego te la jueguen cuando menos te lo esperas.
Así que cambié mi estrategia. Había estallado una guerra de guerrillas: el hombre contra aquellos cacharros torturadores, silla y ordenador.

El primer día de aquella contienda apoyé los pies bien enraizados en el suelo, así tendría más estabilidad para desplegar el resto de mi plan. Desde ahí, activé lo que los modernos llaman «core». Mis abdominales, relegados a una sombra de su existencia durante años, se sintieron honrados por que los volviera a usar, así que se esforzaron para demostrarme que seguían vivos, que querían trabajar, a pesar de todo. Gracias a ellos, mi espalda alcanzó una longitud que no creía capaz. ¿Era posible que hubiera recuperado un centímetro y medio de altura?
Imaginé que mi coronilla quería tocar el techo, por supuesto debía quedar por encima de la pantalla del ordenador, a una distancia desde la que pudiera mirarla con desafío. Tenía que demostrar quién mandaba allí.
Una vez colocado, empezó mi lucha personal con el binomio silla-ordenador. Estuvimos meses así, a ver quién podía más. A mí nadie me ganaba en cabezonería, ¡ea!
Mi recientemente recuperado centímetro y medio me hizo ver las cosas de otra manera. Estaba ganando terreno en mi batalla personal.
No os podéis imaginar mi sorpresa al ver que no solo había yo ganado en salud, sino que, además, me gané la admiración de mis jefes. Decían que ahora iba con una actitud distinta por el despacho. Como infundiendo respeto, decían.
Curioso.
Pero, lo más sorprendente de todo no fue que mejorara mi espalda, mi vista y mis capacidades amatorias (también vi una mejora exponencial en mi suelo pélvico y mi mujer no ha dejado de agradecérmelo efusivamente desde entonces), sino que lo más llamativo fue el ascenso que me dieron mis jefes. Y todo por sentarme bien.
Curioso.
T.
Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0









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