Estaba perdida en mis pensamientos cuando alguien me tendió una taza de té y esas dos ominosas pastillas que se habían convertido en la única compañía constante de mi vida. Observé el líquido broncíneo y humeante, como si nunca antes lo hubiera visto, y busqué en sus aguas las respuestas a una existencia que carecía de sentido. Me vi a mí misma en otra vida, en otro tiempo.
Lo que más me sorprendió no fue descubrir una casa elegante y cálida con un sofá que invitaba a quedarse a vivir en él. Tampoco aquel hombre elegante, de ojos verdes y con traje de raya, que me besaba con la mirada mientras bebíamos juntos. Ni siquiera el olor a lilas y bergamota que recordaba como si lo estuviera percibiendo en esos momentos.
Lo que más me desconcertó fue el hecho de descubrirme riendo. Ignoraba que pudiera hacerlo. ¿Acaso había sido feliz antes de estar aquí? ¿Quién era aquel hombre que entraba en mi interior a través de mis ojos?
Hacía tiempo que mis días se habían reducido a una sucesión de instantáneas casi calcadas. A las ocho de la mañana sonaba el estridente despertador comunitario y venían los celadores a abrir las ventanas. A veces había suerte y entraban, tímidos, los rayos de un sol secuestrado por las nubes que poblaban aquel lugar perdido de Clonmines, en el condado de Wexford. Me gustaría poder decir que escuchaba el hermoso trino de los jilgueros desde mi habitación, pero lo que se colaba por la ventana enrejada eran los graznidos de cuervos y urracas, que más bien parecían imprecaciones y blasfemias en lenguas desconocidas para el hombre.

Con esa cantinela de fondo, llegaba el desayuno: una magdalena rancia, huevos revueltos y una taza de té darjeeling con las dos pastillas azules. Cuando se llevaban la bandeja con los restos, venía una enfermera a asearme con absoluta brusquedad y falta de decoro, como quien lava un animal que detesta. Una vez adecentada, me conducían a la sala común con el resto de residentes y allí permanecíamos hasta la hora de comer, todos bajo la atenta mirada de cinco o seis vigilantes de rostro severo y con cierto poso de desdén.
Aunque tenían la decencia de poner el gramófono para amenizar las mañanas, no se molestaban en cambiar el disco de Nat King Cole que reproducían una y otra vez, cada día, desde que llegué. O, mejor dicho, desde que desperté aquí. El disco saltaba siempre en la misma canción, A blossom fell, justo cuando decía «The dream has ended». «El sueño se acabó».
A media mañana, otro té y dos pastillas más. Luego había una sucesión de comida variable y de inexistente sabor, vuelta a la sala común y un pequeño recreo —si nos portábamos bien— en el exiguo jardín que pretendía rivalizar en belleza con las praderas del otro lado de los muros que nos separaban del mundo.

Allí estaba yo ahora, con el té de la tarde y las dos pastillas azules que hacía bailar en mi mano mientras me asaltaban imágenes que no comprendía. De una vida que tal vez fue mía. Que tal vez me robaron.
Disponía de alrededor de dos horas antes de seguir con la rutina de mi hogar. Dos horas para intentar recomponer las escasas piezas de un puzle que podría esclarecer mis orígenes y explicar por qué estaba aquí, en un ruinoso convento agustino reconvertido en sanatorio.
Continuará…
T.
Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0








