La mirada de los espejos

Entré al ascensor dejándome arrastrar por los pies y me deshice de aquella sonrisa impostada que siempre me acompañaba. Mi propia realidad me miraba de frente desde los cuatro espejos que forraban el amplio cubículo. Se elevaban imponentes, severos, como jueces desprovistos de piedad ante un reo indefenso. Cientos de versiones de mí me devolvían la mirada, pero ninguna de ellas era yo.

Aunque, ¿quién era yo realmente? ¿La implacable juez del Tribunal Supremo que forjó un carácter de acero para sobrevivir en un mundo de hombres? ¿La profesora de universidad a quien temían los alumnos por ser demasiado exigente con sus trabajos y exámenes? ¿O tal vez aquella madre severa que pretendía darle a sus hijos las herramientas para valerse por sí mismos? Me había vestido con tantas personalidades diferentes a lo largo de los años que la verdadera se perdió en las sombras hacía tiempo.

Mi atención regresó a las paredes de cristal. Me pregunté cómo algo trivial como unos espejos podía encender un miedo tan visceral y primitivo. Intenté bajar la mirada, huir de mis macabras réplicas, pero mis ojos regresaban una y otra vez a aquellos implacables cristales. Cuanto más los miraba, más sentía perder el juicio, como si cada uno me devolviera una mirada cargada de reproches. «¿Dónde está aquella niña tierna que todavía encierras en tu interior y no permites salir?», parecían reclamar.

Una esquirla de hielo recorrió mi nuca al darme cuenta de que esos incontables reflejos eran la encarnación de mi propia vida. Una existencia fragmentada, dedicada a representar una docena de personajes ficticios con ninguno de los cuales me sentía cómoda. «Fingir para sobrevivir», esa había sido siempre mi máxima. Pero ahora…

Ahora iba a ser abuela, ¿cómo podría seguir actuando? ¿Cómo iba a separar el personaje de la persona que encerraba y gritaba por ser liberada? Llevaba tantos años encarnando a la mujer de hierro que temía ver a mi nieta y que desarmase todos mis escudos. Estaba feliz, emocionada y muy orgullosa de mi pequeña. Sin embargo, esa nueva realidad me hacía sentir vulnerable, indefensa. Uno de mis reflejos delataba mi terror. Jamás me habían visto así y no podía dejar que los demás lo notaran.

El timbre del ascensor me sacó de mis pensamientos: había llegado a la planta donde me esperaban los demás jueces. Me habían encomendado liderar el juicio más importante en la historia moderna de Nueva York y todo dependía de mi valoración profesional. Más de treinta años avalaban mi buen criterio. Desafiando a mi propio reflejo, guardé cuidadosamente mis emociones, ese inmenso amor que jamás permitía salir de mi cuerpo, y me volví a colocar el disfraz de femme fatale. Era hora de volver al juego.

T.


Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0 

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