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La red de Morfeo

La red de Morfeo

«Somos del mismo material con que se tejen los sueños, nuestra pequeña vida está rodeada de sueños» (Shakespeare).

Cerré los ojos y al abrirlos me descubrí en un lugar completamente distinto. Estaba en un puerto, con un intenso olor a mar y con la caricia de la sal adhiriéndose a mi piel. No entendía cómo había llegado allí, pero comencé a caminar por el sendero artificial construido para facilitar el acceso a los navíos. A lo lejos vi a una mujer, boqueando para tomar un poco de aire.

Reconocí la ansiedad en ella, pues hacía años que se había instalado en mi propia vida y me resultaba fácil detectarla. Apresuré la marcha y me dirigí a su encuentro, con objeto de ayudarla o, al menos, intentarlo. Cuando estaba frente a ella, no se percató de mi presencia, así que me atreví a posar las manos sobre sus hombros. Se sobresaltó y se apartó de mí, observándome como si fuera una extraña criatura mitológica.

—¿Estás bien? —le pregunté con cautela.

—¿Qué…? ¿Quién eres? —su voz era una mezcolanza de miedo con tintes de esperanza.

—Soy Sandra. Me ha parecido que estabas sufriendo un ataque de ansiedad y me he acercado por si necesitabas ayuda.

—No… Bueno, sí… Gracias. Yo soy Elsa Grau. Creo que estoy alucinando o tal vez estoy viviendo una pesadilla. ¿Has visto…? ¿Has visto un lobo por aquí? —Elsa miraba frenética hacia ambos lados.

Intenté seguir su mirada, pero no acertaba a encontrar lo que buscaba. ¿Un lobo? ¿En mitad de un puerto? No entendía nada; sin duda, esa mujer necesitaba ayuda. Eché un vistazo rápido a la costa; tal vez hubiera alguien más allí que me ayudara a trasladar a Elsa a un centro médico: parecía conmocionada por algún motivo. Sin embargo, cuando volví a girarme en busca de sus ojos, lo que encontré me dejó sin aliento.

Donde un instante antes estaba Elsa, había ahora un hombre ensangrentado que me observaba fijamente. Sonreía con maldad, con un gesto tan macabro y perturbador que caminé unos pasos hacia atrás por puro terror. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba Elsa?

Sin hacer gestos bruscos, busqué la vía más rápida para huir de allí. No era una atleta, pero me defendía bastante bien corriendo. Me pareció ver un sendero que se adentraba en un bosque, a la izquierda. Hubiera jurado que no estaba ahí antes, pero decidí dejar de perder el tiempo a la caza de una lógica que parecía haberse desvanecido.

Volví a mirar a aquel hombre, como si al hacerlo pudiera lanzarle un hechizo que le inmovilizara. Su sangre seca se había transformado en costras que luchaban por desprenderse del cuerpo. Cuando vi que no hacía amago de moverse, tomé aire y me lancé a la carrera hacia el bosque. No sabría decir si él me seguía o no; aunque era irrelevante.

A medida que me acercaba al bosque sentí que me adentraba en otro mundo. El olor a tierra mojada, una fría oscuridad tejida por las ramas de los árboles que se trenzaban a lo alto de mi cabeza y el cantar de los grillos desde sus escondrijos. ¿Estaba viendo caer copos de purpurina iridiscente? No podía ser; aquello no era real. ¿De repente había caído por la madriguera del Conejo Blanco?

Seguí adentrándome en las profundidades del bosque, pero dejé de correr. De alguna manera sabía que nadie me seguía. También sabía que no estaba sola. Más allá de los árboles, la nieve de purpurina y los grillos, había otra presencia. La sentía, pero no podía verla.

Y es entonces cuando escuché el aullido. Un lobo. Grande, por la intensidad de aquel grito de guerra. ¿Sería el aullido del lobo que había visto Elsa?

Decidí buscar un refugio; quedarse a la intemperie con un lobo en los alrededores no me parecía lo más inteligente que podía hacer. Así que avancé hasta dar con una construcción. Llamarla cabaña habría sido un insulto al colectivo de las cabañas. Eran unos troncos podridos que alguien había unido mediante cuerdas raídas. El musgo poblaba su exterior y había varias plantas enredadas por los salientes de los troncos. Alguna que otra flor se atrevía a asomar entre las enredaderas.

«Mejor esto que nada», pensé. El lobo seguía aullando, cada vez más cerca.

Me acerqué al refugio y entré. Lo más sorprendente es que el interior era inmenso, mucho más grande de lo que parecía desde fuera. La decoración me hizo evocar un palacio de cuento de hadas. ¿Primero el puerto, luego el bosque y ahora un castillo? Tenía que estar soñando. Aunque, si he de ser sincera, prefería aquella ilusión tan mágica a mi vida real…

Avancé por las distintas estancias del palacio, estaban vacías, pero perfectamente limpias y ordenadas. Lo que más me gustó fue ver la cantidad ingente de libros que había allí almacenados. A cualquier sitio que mirases, había al menos una decena apilados cuidadosamente.

Mientras, los aullidos del lobo se escuchaban con más fuerza, como si el sonido estuviera amplificado.

Seguí adentrándome en las profundidades del palacio —me sentía segura entre aquellos libros— hasta llegar a una habitación. La puerta era de color morado, en un tono pastel pero vivo, con filigranas en forma de hojas y flores silvestres. Olía a lilas, bergamota y especias. Entré.

Frente a mí se hallaba una hermosa cama con dosel y había alguien durmiendo en ella; parecía una mujer. Me acerqué despacio, no quería despertarla.

Sin embargo, antes de llegar a verla, atisbé a los pies de la cama y sentado con porte regio, al lobo que me había estado persiguiendo. Nos observamos en un instante que parecía alargarse durante mil eternidades. Sin romper el contacto visual, se levantó y se acercó a mí. Cuando llegó a mi lado, vi que ya no era un lobo, sino una pantera negra de ojos verdes. Ronroneaba y se restregaba con mis piernas, como si me diera la bienvenida. No sabía que las panteras pudieran ronronear, aunque supongo que no dejan de ser gatos grandes.

Me acerqué con el felino hasta la cama y sentí cómo mi cuerpo se petrificaba en el momento en que contemplé a aquella mujer. Era yo, dormida o tal vez muerta, vestida exactamente igual que como iba yo en esos momentos. Solo podía mover los ojos, así que traté de dirigir mi mirada hacia la pantera. Seguía ronroneando, sentada mientras se lamía una pata. Cuando volví a dirigir los ojos hacia mi yo de la cama, me di cuenta de que ahora quien estaba tumbada era Elsa Grau. ¿Qué hacía allí?

Me dolía todo, como si algo me estuviera pinchando desde dentro y quisiera desprenderse de mi propio cuerpo. Seguía sin poder moverme, mis pies habían echado raíces en el suelo de madera, y tenía la sensación de que algo iba a estallar en mi pecho.

Vi que Elsa se había despertado y se incorporaba. Me miraba y se acercaba a mí con una calma asombrosa. Estaba cerca, cada vez más cerca… Yo era incapaz de gritar, no podía huir ni moverme; mi cuerpo se empezó a desgajar de mí o yo de él. Dolía. Mucho. Y Elsa estaba tan cerca… Cada vez… más… cerca…


Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0 

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