Abrí el cuaderno al azar, a la caza de cualquier espacio blanco donde verterme. Llevaba tiempo con un nudo en la garganta, tan enmarañado que parecía que tuviera una piña seca atascada, robando el poco aire que lograba entrar en mi cuerpo. Me costaba hablar, tragar, respirar… Los nudos del estómago eran dolorosos, como puños implacables que retuercen las entrañas, pero los de la garganta son enemigos silenciosos. No se muestran con tanta contundencia, ni te doblan por la mitad en el momento menos pensado.
No.
Los nudos de la garganta maceran con el tiempo. Anidan en tu voz, tornándola insegura y frágil. Echan raíces en tu cuello, abrazándolo por delante y por detrás, despliegan sus cepas por la espalda y envuelven cuidadosamente la cabeza hasta crear una crisálida. Una verdadera red viviente que nace ahí, en la garganta, y que distribuye el dolor en las dosis justas para evitar llamar mucho la atención.
Sin embargo…
Llega un día en que sientes que el cuerpo se te ha quedado pequeño, que te duele al girar, estirar y respirar. Llega un día en que, al hablar, la voz no es más que un hilillo débil, apenas audible. Susurros que contienen un dolor que se ha ido cocinando a fuego lento.
Cuando llegas ahí, no es fácil salir. Cuesta reconocerlo, pero no es posible resolver todos los conflictos por nosotros mismos. Necesitaba ayuda. Y mi ayuda siempre han sido las palabras.
Así que abrí el cuaderno al azar y encontré un hermoso lienzo de un blanco inmaculado. Tomé el bolígrafo y miré la página, que parecía mirarme expectante. Cerré los ojos y sentí de nuevo el nudo en la garganta; palpitaba.
Y empecé a escribir.
El sonido de la punta del boli rasgando el papel se transformó en una canción de cuna; me arrullaba con dulzura. El tacto rugoso del papel acariciaba mi mano. Ignoro cuánto tiempo pasó, tal vez horas, tal vez minutos. Cuando acabé, no había ni un solo centímetro de papel en blanco.
Había surcos y borrones de sangre azul, los mismos que vestían mis manos. Paseé la mirada por las palabras, las letras, los tachones. No hacía falta leer el contenido para saber lo que transmitía.
Sin apartar la mirada del papel, tomé aire. Por primera vez en meses, sentí mi cuerpo más ligero; ya no me quedaba tan justo. Cerré los ojos y me observé por dentro. La red que aquel nudo de la garganta había construido se había aflojado y parecía batirse en retirada. No se evaporó del todo, una parte de él permanecía congelada en las tripas de aquel cuaderno. Pero todavía quedaban páginas por rellenar.
Dejé el bolígrafo descansando sobre la mesa, ya sin tinta. Debía comprar uno nuevo.
T.
Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0








