***Nota de la autora: El germen de esta historia, entre otros, es el precioso e impactante cuento de Raymond Carver «Conservación». Lo he tomado como ejemplo para jugar con las palabras, imágenes y metáforas, salvando muchísimo las distancias, por supuesto, ya que aún me queda un montón por aprender.***
Quise imaginar un cuento en el que un acantilado emergía exultante de lo más profundo del corazón de la tierra. De arenisca color de noche con estrellas de brillante dolomita, era un acantilado tapizado por el musgo más verde y más denso que buscaba guardar con celo aquella negra piel que albergaba sus raíces. El monolito verdinegro se elevaba orgulloso, seguro de que nada podría quebrantar su espíritu ni su ánimo. Mil embates había soportado, innumerables tormentas y tempestades, pero nada consiguió perturbarlo a pesar de las infinitas cicatrices que surcaban su cuerpo.
Sin embargo, los hados son caprichosos y le guardaban un destino trágico, casi cruel.
Por estribor llegó un mar calmado, suave y terrenal que bañó con delicadas aguas al acantilado. Tenía la fuerza afable de un roble que crece a fuego lento y la caricia áspera y curtida de la experiencia. Llegaba de lejanas tierras y en sus viajes jamás había visto un acantilado como aquel. Su fortaleza le alimentaba y le regalaba vitalidad. Así que decidió quedarse allí, acariciando las faldas de su roca, allá donde el musgo se volvía más tupido y rojizo por el contacto con la sal.
El acantilado se sentía seguro arropado por aquel mar. Fueron años de estabilidad, de murmullos en la noche que morían al amanecer, de mareas revoltosas que tejían su espuma en las hebras de ese musgo que acabó por tornarse color esmeralda. El verde que se recortaba contra el negro de la arenisca se volvió más intenso y las pecas de dolomita titilaban con cada gota de agua. La felicidad, la calma, decoraron el devenir del acantilado. Pero, entonces…
Por babor llegó un océano inquieto, fogoso en lo más profundo de sus abismos, inseguro en sus embates. Descubrió al acantilado sin querer, casi le pasó por encima engulléndolo con su cuerpo acuoso, pero se detuvo a tiempo para observarlo en la distancia. Permanecía allí, anclado a la tierra, pero con la mirada perdida en el vuelo de los vencejos y los tonos multicolor de los martines pescadores. Como si al contemplarlos pudiera volar con ellos, huir de su jaula rocosa y surcar esos cielos preñados de posibilidades. Se acercó, tímido, y al tocar aquella piel de arenisca sintió que no quería estar en ningún otro sitio. Que su agua y aquella roca de épicas dimensiones creaban magia, poesía salvaje que deslumbraba a la luz de la luna llena.
Para el acantilado, el mar de estribor sostenía sus sombras, era el sol que calentaba sus mañanas y acunaba sus noches acogiéndole con seguridad y confianza.
Para el acantilado, el océano de babor era el alimento de su pasión, el néctar de su espíritu que encendía su deseo de partir en busca de lo imposible.
Era un ser de roca, firme, fuerte y resiliente. Pero estaba tejido de contradicciones, de conflictos consigo mismo y con su propia realidad. ¿Acaso podría encontrar un equilibrio en medio de ese caos? ¿Cómo sostener la fuerza de aquellas dos inmensidades, mar y océano, océano y mar?
Trató de dejar la razón a un lado, dejarse llevar por las mareas; pero pasaron los años y su cuerpo empezó a fracturarse. Cada vez más grietas hendían su piel, las pecas de dolomita se apagaron y el hermoso y denso musgo se consumió. Mar y océano eran incapaces de entender qué ocurría, querían proteger al acantilado, calmar su dolor invocando a los anemoi* para que el yodo de su brisa fuera un bálsamo contra ese sufrimiento invisible. Sin embargo, nada parecía aliviar su pena. Nada funcionó.
Las grietas se acentuaron hasta escindir completamente el cuerpo del acantilado en un grito que se extendió por los ecos del tiempo. Una parte cayó a estribor, mientras la otra lo hizo a babor. Ambos fragmentos eran meras sombras de quien fue en el pasado, un recuerdo evanescente de lo que cada corriente amó. Mar y océano guardaron su mitad en lo más profundo del corazón, anclado a su lecho marino, con la esperanza de que algún día volviera a elevarse radiante.
Cuenta la leyenda que en la frontera entre la noche y el día, aún se puede ver al espíritu del acantilado volar, libre, entre las bandadas de vencejos y acercarse a besar la superficie de aquellas aguas que nunca dejó de amar.
T.
*En mitología griega, los anemoi son los dioses del viento.
Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0








