Hace unas semanas tuve la suerte de tener clase con Hugo Mujica. Reconozco, no sin cierta vergüenza, que no le conocía hasta que le invitaron a dar clase en el máster que estoy cursando. Fueron dos horas maravillosas durante las cuales nos condujo por los vericuetos de la filosofía grecolatina, la aplicación práctica del pensamiento de Nietzsche y la inmensa y apasionante sabiduría oriental. Todo ello, además, lo relacionó con la creación literaria y, sobre todo, con la poética. Me sorprendió la forma en que hilvanó cada concepto como si fuera parte de un mismo manto de conocimiento compartido.
Hugo Mujica
Antes de pasar al tema que traigo hoy, quería hacer un breve resumen sobre este magnífico autor argentino, que me ha cautivado y cuya vida es asombrosa. Hugo Mujica nació en Avellaneda (Buenos Aires) en 1942. Estudió Bellas Artes, Filosofía, Antropología y Teología, por lo que su obra refleja una vasta riqueza temática y estilística. Entre sus libros se puede encontrar narrativa, ensayo y poesía, aunque también ha experimentado con el arte plástico y formó parte del movimiento de la psicodelia.

Tal vez lo que más llama la atención (al menos en mi caso) es su vertiente espiritual. Entró en contacto con la filosofía zen y posteriormente con el hinduismo, gracias al poeta de la generación beat Allen Ginsberg, quien le presentó al gurú Swami Satchidananda. Con él, y tras haber asistido al Festival de Woodstock, Mujica conoció la vida de la orden Trapense y decidió quedarse en un monasterio haciendo voto de silencio durante siete años. Fue durante ese período cuando comenzó a escribir poesía, que el propio autor considera el núcleo principal de su obra.
De la perfección
Como digo, tuve la suerte de tener una clase de dos horas con él que se me antojaron cortísimas, puesto que me habría pasado semanas (tal vez meses o, incluso, años) escuchándole y dejándome empapar por su infinita sabiduría. El caso es que quería rescatar hoy un concepto que expuso Mujica y que ha estado echando raíces en mi mente desde entonces. Es una reflexión que, lo confieso, me resulta fascinante y me tiene obsesionada.
El escritor argentino afirmaba que «no deberíamos aspirar a la perfección, puesto que es un concepto ‘muerto’, ‘cerrado’, en el que no existe ni puede existir margen para la mejora ni el crecimiento». Para alguien como yo —cuya búsqueda del perfeccionismo roza casi lo patológico—, supuso la destrucción de toda una forma de concebir el mundo. También implicaba abrir una pequeña ventana hacia la libertad, puesto que la destrucción de los límites abre infinitas posibilidades de expansión.
Mujica siguió: «En Oriente el concepto de perfección no existe, sería como aspirar a crear un círculo, algo ya acabado, inerte. Lo que se pretende más bien es dejar un espacio para el vacío, porque solo en el vacío puede existir el crecimiento, la evolución, la vida en definitiva». Me vais a permitir cambiar de registro un instante, pero es que me estalló la cabeza por completo. ¿Cómo no lo había visto antes? Era tan evidente que me sentía idiota ante tal obviedad. ¿Cómo era posible que Mujica resumiera con tanta sencillez algo que yo llevaba leyendo desde hace años, pero que, al tratar de ponerlo en práctica, fracasaba estrepitosamente?
Si lo pensamos con calma (ay, la calma… esa gran virtud que a día de hoy están aniquilando sin piedad), tiene todo el sentido del mundo. Si algo es perfecto, está acabado, muerto, no puede sacarse nada más de ello porque no tiene nada más que ofrecer. Pero algo que es imperfecto, que tiene ese margen de mejora, siempre puede aspirar a una evolución y un crecimiento que de otro modo no serían posibles.
Nos explicaba Mujica que en Oriente tienen una forma muy peculiar de concebir el mundo. Pido perdón de antemano porque él lo dijo mucho mejor que yo, pero voy a intentar recoger su explicación lo mejor posible. Decía pues que en Oriente, al desarrollar alguna cosa, ya sea esta material o inmaterial, se divide el proceso en tres partes: dos de ellas buscan una perfección relativa, es decir, alcanzar la excelencia en aquello que se esté persiguiendo, pero la tercera parte se dedica íntegramente al vacío. Porque es ahí, en el vacío, en la «nada», donde se puede crecer. Y es que ¿acaso es posible la vida, el crecimiento, en un espacio cerrado, limitado, constreñido?
Cuando escuché la explicación de Mujica, todo cobró sentido en mi cabeza. Había estado toda la vida buscando lo contrario de lo que realmente quería: la perfección. Si nos paramos a pensarlo —sobre todo nosotros, los «yonkis de lo perfecto»—, ¿para qué queremos aspirar a unos estándares que, en verdad, son subjetivos e inalcanzables? Pero, ya que estamos, ¿qué es la perfección, quién la determina? ¿Acaso puede haber solo una forma de concebir la perfección? Y, algo aún más importante: si algo que perseguimos con ahínco tan solo nos limita y nos condena al inmovilismo y a una ausencia de crecimiento, ¿realmente merece la pena seguir apostando por ello o es más lógico renunciar y entregarse al vacío?
Yo, desde luego, lo tengo claro. Otra cosa es que me cueste doblegar mi tendencia al perfeccionismo…
T.
P.D. Recomiendo muchísimo a Mujica como autor; estoy leyendo ahora una de sus antologías poéticas y es excepcional.
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