De la locura y la creatividad

De la locura y la creatividad

«Entregué todo el tesoro de mi corazón; todo fue aceptado de buena gana, y me pidieron más y más, y cuando ya no pude dar más, me traicionaron, me abandonaron». Mary Shelley.

A veces dedico mucho tiempo a pensar —a reflexionar, más bien— acerca del proceso creativo de los artistas: de los músicos, de los pintores, de los bailarines…, pero, sobre todo, del relativo a la escritura, puesto que es el que más conozco en primera persona. Y aunque es un tema que me acompaña desde que aprendí a escribir, últimamente ha cobrado un papel protagonista en mis frecuentes debates mentales. 

No todos los escritores tenemos la misma motivación para dejar que las palabras nos desborden los dedos, por supuesto, pero muchos lo hacemos porque es una necesidad vital. Porque es tan imperioso como respirar. Entiendo que alguien que no haya sentido esa pulsión tendrá dificultades para comprenderlo o, incluso, pensará que exagero hasta el paroxismo. Llegados a este punto de mi vida, me importa más bien poco que se me tilde de excesiva, pues reconozco que es una realidad: lo soy y con mucho gusto. 

Hace tiempo escuché a alguien decir que todo genio se caracteriza por caer en el exceso y tener una vena de locura capaz de incendiar su talento. Tal vez sea cierto que todas las mentes creadoras, en mayor o menor medida, estamos algo locos (aunque no todos seamos genios, claro; al menos no en mi caso). En la formación de Medicina China nos enseñaron que las cualidades de las personas en las que predomina la creatividad (aquellas en las que rige el elemento Madera) son el crecimiento, el desarrollo y la expansión, el ingenio y, según nuestro profesor, la locura. Me atrevería a decir que sin ese ápice de locura, las personalidades más visionarias no serían capaces de imaginar, ni idear un mundo diferente al que conocemos. ¿Acaso no fueron genios Julio Verne, Baudelaire, Oscar Wilde, Virginia Woolf, Gabriela Mistral o Emily Dickinson, entre otros? ¿Acaso muchos no se sintieron desvinculados de su entorno, incomprendidos e incluso rechazados por su original modo de percibir el mundo? ¿Y no es precisamente por eso que su legado es inmortal?

Más allá de la locura de los genios y del exceso que lleva aparejado, me pregunto si esa etiqueta no les vendría a raíz de su manifiesto inconformismo. Si no se les tildaba de locos, excéntricos y «raritos» solo porque tenían el maravilloso don de tontear con (y trasgredir) los límites de lo socialmente aceptado, sobre todo en lo que se refiere al modo de concebir la vida y a cómo narraban la realidad. O a su peculiar modo de mirar donde nadie lo había hecho antes, de indagar en los lugares que todos evitaban, de abrazar lo prohibido y experimentar con lo «inexperimentable». 

Imagino que todos esos genios tienen algo en común con nosotros, los humildes aspirantes a escritor (a quienes nos va la vida en jugar con la creatividad y alimentar su fuego alquímico). Y es esa pasión por lo que hacemos. Un amor incondicional a escribir, a probar y errar para volver a probar y volver a fallar. Pero, sobre todo, a seguir haciéndolo a pesar de las adversidades; incluso aunque aquello que escribamos no llegue a más ojos que a los nuestros. Y llegados a este punto, paso al quid de la cuestión que quería plantear con este texto. Cuando los escritores en particular (y los artistas en general) ponemos ese fervor, esa devoción cuasi religiosa en nuestra obra, dejamos una parte de nosotros mismos adherida a ella. Nos «cosemos», ya sea consciente o inconscientemente, en nuestras letras. Y toda la pasión que ponemos al hacerlo nos deja un poquito vacíos, huérfanos, de esas palabras a las que damos forma desde el amor a las letras. Sin embargo, es un proceso hermoso, honesto y catártico, porque es la única manera en la que podemos cumplir con el que sabemos es nuestro propósito vital: escribir, crear, ser en nuestra obra. Rozar así con nuestra creatividad una suerte de libertad.

He abierto esta reflexión con la cita de Mary Shelley a propósito. Posiblemente esté hablando de su esposo, Percy B. Shelley, pues fue el gran amor de su vida hasta el final. No obstante, esta frase me ha llevado a pensar en su obra literaria: ¿no podría ser ese, su legado literario, el «tesoro de su corazón»? ¿Sería muy descabellado pensar que todo lo que ella vuelca en sus escritos, como escritora vehemente que era, era aceptado de buen grado para luego ser traicionado, olvidado, abandonado? Sobre todo porque ella fue la que inventó el género de la ciencia-ficción con su Frankenstein o El moderno Prometeo (1818), pero se la traicionó: primero, al adjudicar su autoría a su marido, pues los señores doctos de la época pensaron «¿cómo va a escribir tal obra maestra una mujer?»; después, con autores que decían haber acuñado el término de «ciencia-ficción», como es el caso de Hugo Gernsback, quien se lo apropió en 1926. 

En ese sentido, quien escribe desde ahí, desde la pasión, hilvana fragmentos de su esencia en cada obra artística que hace. Casi como horrocruxes donde nos vertemos para ampliar nuestro mundo, para ir más allá de los límites. Pero esos pedazos del artista que se entrega, incondicional, a su creación pueden ser tomados de forma trivial y frívola. ¿Cuántas veces, hoy en día, se emiten opiniones y juicios con el único objeto de herir y sin una mínima base argumental? Esta idea me lleva a otra, que dejaré planteada para la reflexión: si esos pedazos de nosotros mismos los ponemos en manos descuidadas de talante arbitrario, nos arriesgamos a que los destrocen; por tanto, ¿no estaríamos haciendo una suerte de pacto faustiano? 

T.


Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0 

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