¿Puede «algo» gustar demasiado? Y, sobre todo, ¿qué significa exactamente «gustar demasiado»? Estaba bicheando algunos artículos y en uno de ellos se incluía una cita de Harper Lee: «Me gusta escribir y a veces tengo miedo de que me guste demasiado, porque, cuando me pongo a trabajar, no quiero dejarlo».
Obviamente, esa frase ha detonado mi espíritu inquisitivo: ¿qué problema hay con que algo nos guste demasiado? Es decir, no podemos cuantificar de un modo científico y mensurable —hasta donde yo sé— lo mucho o poco que nos gusta algo. ¿Cómo medir el placer que sentimos al disfrutar de nuestra comida favorita? ¿Cómo, el que experimentamos al sentir la caricia de una persona a quien amamos? ¿Cómo medir el gozo cuando una de nuestras aficiones es, por ejemplo, leer, escribir, dibujar, pasear…? ¿Cómo cuantificar la magnitud de nuestro amor hacia alguien? E, insisto una vez más, ¿cuánto es «mucho»?
No pretendo en absoluto llegar a ninguna conclusión, porque considero que este es un koan sin solución o, incluso, con infinitas soluciones, lo cual viene a ser casi lo mismo… Por eso, me he limitado a secuestrar las teclas de mi ordenador para intentar pensar(me) por escrito. Es que, os confieso, es un tema que me interesa ya que tengo tendencia a la intensidad y se me ha tildado en numerosas ocasiones de ser una persona con gustos, digamos, vehementes. Y lo soy, por supuesto, pero ¿cuál es problema si mis gustos —o los de cualquiera— no suponen un daño a nadie más que a mí misma? Entendamos «daño» como algo no potencialmente mortal ni extremo, por favor.
«Me gusta demasiado…». Es evidente que es una cuestión del todo subjetiva: lo que para otras personas es «lo normal» (expresión de lo más absurda, si me lo permitís, ¿quién determina lo que significa «normal» y por qué ha de ser algo preceptivo?), es posible que para otras sea excesivo y que para mí sea del todo insuficiente. Por tanto, decir «me gusta demasiado X» es el summum de la imprecisión. Por no hablar de la necesidad —casi patológica— que tiene mucha gente de dar su opinión sobre todo tema pasado, presente, futuro e hipotético perteneciente a vidas ajenas.
De vuelta al tema: ¿por qué se percibe como un comportamiento nocivo el hecho de amar profusamente algo o a alguien? Es decir, si no se atenta contra la vida ni contra la integridad de ningún ser vivo, ¿es acaso un problema? No estoy hablando tampoco de la adicción a sustancias o a comportamientos que puedan poner en peligro a nadie, sino de una pasión, un amor cuasi devocional ante algo o alguien: devoción por la poesía, la literatura, la escritura, el arte, la música, la naturaleza, el silencio, la libertad, la meditación… Incluso, siempre y cuando sea desde el respeto y la comprensión, también el amor hacia otra persona.
Hace mucho tiempo me dijo un profesor que todo buen texto debe apoyarse en hechos reales. Así pues, me voy a lo personal. Yo sí amo de un modo apasionado, aun a riesgo de mí misma; podríamos decir que amo «demasiado». A personas, animales, plantas, cosas tangibles e intangibles. Y sí, me hago daño, es inevitable. Sin embargo, me hago daño porque mi pasión es desmedida y el tiempo es limitado; porque mi cuerpo es finito, pero mi capacidad de querer es infinita. No es que absorba un ser o ente externo porque lo quiera de un modo enfermizo, entendedme: es que todo mi ser se vuelca en conocer, aprender, admirar, cuidar, proteger, mimar y explorar el objeto de mi cariño.
Visto así parece algo patológico, pero pensemos en un hermoso vencejo salvaje, por ejemplo. Si voy a la montaña a hacer senderismo y veo un ejemplar posado en un árbol, no puedo evitar admirarlo, amarlo y querer protegerlo. Puede «gustarme demasiado», porque verlo me provoca un diluvio de emociones y sentimientos. Pero no por ello, no por que me guste demasiado, voy a atrapar al vencejo, llevármelo y meterlo en una jaula para mi goce y disfrute. De hecho, eso es lo contrario al amor y a la devoción.
Si en verdad me encanta, si me «gusta demasiado», trataré de observarlo todo el tiempo que él me lo permita, lo admiraré desde lejos, trataré de memorizar cada pluma, cada gesto, y me congratulará verle libre, feliz. Me tornaré testigo pasivo, ya que no haré nada que dañe a esa criatura; pero también seré testigo activo, puesto que esa experiencia de simplemente observar, admirar y gustar demasiado me ha producido un placer inefable, inconmensurable. Y el vencejo se irá volando, seguirá siendo feliz, y yo me quedaré con la experiencia y con el regalo que supone haber visto un ser tan hermoso que me ha dejado una impronta, tal vez en forma de sonrisa, que me ha hecho sentir más plena.
Así pues, ese «gustar demasiado» ¿no podría desprenderse de la connotación negativa que siempre se le atribuye? ¿No podríamos reformular la expresión y decir, simplemente «me encanta»? Luego están los intensos, como yo, quienes diríamos algo del tipo «a mí me gusta con infinita fogosidad». Que cada cual escoja su fórmula; eso sí, yo no dejaré de ser de las personas a las que todo les gusta demasiado. Es que, ¿cómo se puede amar si no es con tal pasión?
Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0








