*Cuadro La persistencia de la memoria, de Dalí
Terminé de leer Las olas de Virginia Woolf hace un par de semanas. Al igual que esa lengua del mar que va y viene sobre el lienzo de una playa, la novela parece regresar a mí con la misma cadencia. Sus personajes o, mejor dicho, sus inquietudes y miedos se han vuelto los míos. Bernard, Susan o Rhoda son reflejos de mí misma; me acompañan, viven en mí. Así que cada mañana, al coger el metro que me lleva al trabajo, me dedico a observar a mi alrededor con una nueva mirada. Y cada mañana, con una profunda melancolía entreverada con cierta tristeza, pienso en cómo cambia el tiempo. En cómo, no hace tanto, se podía encontrar una sonrisa fugaz en los vagones del tren, una conversación íntima a la que los demás viajeros asistían, como testigos y cómplices silenciosos, para descubrir un secreto nunca antes revelado o incluso encontrar, por casualidad, una mirada titilante que sugería un flechazo a primera vista.
Ahora, sin embargo, existe una mezcolanza de ruidos estridentes, cuellos en un ángulo de 45º con serio peligro de sucumbir y demasiada urgencia. Urgencia para todo: para entrar al tren, para salir del tren, para ir a trabajar, para salir de trabajar, para escribir a los amigos, para mandar dos audios, escuchar tres más a doble velocidad —no nos olvidemos de que no podemos perder tiempo y debemos ser ultraproductivos: hacer, hacer, hacer—, para comprar, para ir al gimnasio —no, espera, que ahora lo llaman gym—, para ver la serie de moda, para ir al cine, para leer el último Premio Planeta —no, mejor ver el vídeo de Youtube que te lo resume en cinco minutos y así ahorramos tiempo—, para perderse en las redes sociales, para aprender a crear el nuevo formato de reels y dar más visibilidad a tu cuenta de recetas keto biohealthy…
Urgencia —patológica— y aun así…
…aun así el tiempo se desliza.
Gota a gota.
Se marcha y no, no vuelve.
Por mucho que esa urgencia que hemos normalizado se haya convertido en lo único socialmente aceptado; por mucho que se quiera imponer como mecanismo para evitar mirar a lo evidente: que el tiempo se agota. Y en este correr continuo —me pregunto hacia qué realmente— nos perdemos lo que de verdad importa: la vida.
Me temo que soy una romántica. Echo de menos cuando el tiempo parecía dilatarse un poco más y se hacían las cosas con atención, deleite y absoluta presencia. Esos momentos en los que te podías sentar a contemplar el paso de las nubes e imaginar historias, sin interrupciones en forma de notificación, llamada o similares. Aquella época en la que costaba un poquito más conseguir algunas cosas (los libros, los discos, los amores) y que luego se apreciaban el doble. Cuando se apreciaba más la calidad que la cantidad.
Así que, cada mañana me descubro a mí misma en el metro pensando en los personajes de Las olas y en cómo retratan su creciente angustia existencial, que es un eco de la mía. Soy Bernard, perdiendo la ilusión por contar historias; soy Susan, buscándome en la naturaleza; soy Rhoda, tratando de encajar en un mundo en el no tengo cabida. Siento la presencia de un inmenso reloj de arena que poco a poco escupe sus granos para colarlos entre mis manos y que no los pueda capturar. Mientras, los chavales que están sentados frente a mí suben el volumen de sus móviles e intercambian risas.
Mientras, la mujer que está de pie a mi lado con mirada hierática hace scroll sin parar.
Mientras, un señor mayor trajeado grita órdenes al micrófono de su pinganillo, firmemente fijado en su oreja derecha.
Mientras, el tiempo…
…se desliza.
Me pregunto si es posible luchar contra esta urgencia que nos impide adoptar un ritmo compatible con la vida; con una vida que no se consuma al pestañear a doble velocidad. Un paso de presto a adagio, nada más. No obstante, por mucho que uno quiera adoptar unos tempos más calmados, todo lo que nos rodea lo impide. El trabajo, los anuncios, la falsa ilusión de que la felicidad se encuentra al otro lado de la pantalla.
Del mismo modo que los personajes de Las olas, hay momentos en los que yo tampoco encuentro el sentido de la vida. De esta vida, al menos. Han pasado casi cien años desde su publicación (1931) y me sorprende descubrir que esa angustia vital sigue formando parte del ser humano. O, al menos, de mí.
Así, cada día viajo en el metro de camino al trabajo y veo fragmentos de una sociedad que cada vez entiendo menos. Siempre me pregunto si habrá más gente que piensa así o si seré un alma solitaria y anacrónica que anhela aquellos granos de arena que nunca volverán. Y cada día pienso en Las olas. En Bernard. En Susan. En Rhoda. Y cada día un móvil grita estridencias, una voz brama órdenes, un dedo desplaza publicaciones.
Y, mientras, el tiempo se desliza.
T.
Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0








