Crónica de una semana (parte 3)

Recuerdo haber sido consciente muy pronto, tal vez con seis o siete años, del paso del tiempo, de la fugacidad de la vida y de la inevitable levedad del ser. Recuerdo, también, percibir desde niña un hilo invisible y dúctil que me ha permitido entender lo que pasaba por su cabeza antes incluso de entender lo que pasaba por la mía. Entender su dolor, sus inquietudes, aquello que no me contaba para protegerme. Ese «hilito», como solemos llamarlo con complicidad, me ayuda a comprender sin palabras, a saber sin saber, si acaso eso tiene sentido.  

Nazareth Castellanos explica en El puente donde habitan las mariposas que el recuerdo de generaciones pasadas habita en nuestro ADN; que en ese ácido nucleico perviven las vivencias más impactantes y/o traumáticas de nuestros antepasados, no solo la carga genética que determina si tendremos los ojos marrones o verdes. «La transmisión transgeneracional del trauma (TTT, por sus siglas en inglés) se define como la herencia biológica que una persona traumatizada transmite a segundas y terceras generaciones», apunta.

Todo se hereda, aunque sea a nivel inconsciente. Quizá ese vínculo genético explica la existencia de nuestro «hilito». Quizá por eso, de un modo que no acierto a comprender, a veces sabemos.

Madrid, 12 de septiembre.

La noche ha transcurrido sin incidentes. Parece que estar en un entorno conocido le viene bien y le ayuda a recuperarse. La fiebre, sin embargo, no cesa. El calor que despide su cuerpo casi se puede perfilar, como sinuosas dendritas que huyen en busca de rincones menos hostiles.

Su cabezonería nos impidió acudir ayer al ambulatorio; el viaje le había resultado extenuante. Tuvimos que ceder: su cara llevaba impresa una amenaza contra nuestra integridad física incluso en aquel estado de debilidad extrema.

Y, una vez más, bajamos la guardia.

Es curioso cómo un poco de normalidad te invita a llevar la atención lejos de lo sucedido. Tal vez sea una estrategia de supervivencia. Te agarras a los pequeños rituales del día para seguir fluyendo: recoger la casa, deshacer las maletas, pensar en qué comer. Y, de repente, el miedo y la angustia se quedan en un recuerdo difuso.

Pero no por mucho tiempo.

La aparente calma cae, como el telón al final de una obra de teatro.

De nuevo los temblores, el termómetro a punto de estallar, la incapacidad de hablar. De nuevo te hablo y no estás, busco tus ojos y no los encuentro. De nuevo, te vas.

Impasse.

Pienso en que tenemos suerte, porque han comenzado los temblores a menos de una hora de ir al médico. Una horda de pensamientos toma posesión de mi cabeza. 

No puedo creerlo, hace un rato parecía estar mejor, a pesar del cansancio. Pero, claro, la fiebre no se ha ido en ningún momento. ¿He cogido la tarjeta? Sí, está en el bolsillo interior. Deberíamos haber ido antes al hospital, joder, es culpa mía. ¿Y si le pasa algo grave y no se lo cogen a tiempo? No, no, no puede pasar eso. No puedo perderte, nos quedan muchas risas y charlas por compartir. ¿Llevo una chaqueta? Allí, con el aire, hará frío. ¿Y si no la revisan bien, como pasó con T. y P. o con M.C. o con F., y acaba igual de mal? Nonononononononono…

Mi mente entra en barrena.

Una voz intenta tomar el control, ser racional, y me pide ejecutar tareas: «coge la tarjeta sanitaria», «lleva una botella con agua para que beba», «¿debería ir a por el coche para que no se esfuerce más de lo necesario?».

Otra voz, más primitiva, grita en lo más profundo de mi cabeza.

Y otra más, con timbre de niña, no deja de repetir «por favor que estés bien, por favor, por favor, que no sea nada, por favor, por favor».

Mientras, nos dirigimos como autómatas hacia el ambulatorio. Es posible que el asfalto ardiera y que apenas pudiera respirar; no me acuerdo. Siento aquellos instantes como algo ajeno a mí, recuerdos que pertenecen a otra persona. A otra realidad en la que yo no quiero existir. El resto son flashes.

Llegamos al ambulatorio.
Calor. Sudor acondicionado.
Olor a antiséptico. Miradas ojerosas.
Paredes enfermas. Personas a la espera.
Espera. La espera.
Su nombre.
El
va-
cío.
Succión en el estómago.
Cuatro personas. Una consulta.
Cuatro. Otra vez. Cuatro.
«Debéis ir a urgencias
ya».

T.

Fin de la parte 3.

*

Leer parte 1.

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Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0 

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