Tengo que hacer una confesión. Me encanta escribir. Me llena, me absorbe, me atrapa en sus dulces redes. Y, encima, es adictivo. Yo tengo cierta tendencia a las adiciones, a saber: leer, jugar con los gatos, hacer yoga o comer crema de cacahuetes. Cada uno con sus excentricidades. Y es que una vez que empiezo con alguna de esas adiciones, no puedo parar. Pues con la escritura, igual. Hasta que aparece ese al que llaman el síndrome del impostor. Y entonces me congelo y no escribo ni por el WhatsApp, no vaya a ser que me juzguen.
Por lo visto, he padecido ese síndrome toda la vida, porque llevo toda la vida escribiendo sin que lo lea casi nadie, salvo lo que he escrito a nivel profesional, claro. Bueno, y esos mini textos inspiradores que de cuando en cuando he compartido en redes.
Todas y cada una de las historias e ideas que conviven conmigo en mi caótica mente se han quedado ahí (salvo una que casi, casi, sale adelante, pero se quedó en pausa en el cuarto capítulo y ahí sigue, a la espera). Desconozco si son ellas quienes temen salir de mi cabeza, si soy yo quien recela de sacarlas a la luz o es un poco de ambas.

Dicen que el síndrome del impostor es esa sensación que tienen muchas personas de ser un fraude y no estar a la altura del proyecto en el que se embarcan. En mi caso, escribir una novela, obviamente. Hace años que deseo escribirla (tengo toda la historia pensada de principio a fin), pero siento que no soy lo suficientemente buena.
Me comparo con mis autores favoritos y veo la maravillosa capacidad que tienen de desarrollar la historia, cómo logran envolver al lector en la trama hasta convertirle en un personaje más, el abanico de personajes complejos y llenos de matices y sutilezas, la recreación de ambientes con todo lujo de detalles como si pudieras verlos e incluso olerlos… Entonces me pregunto si sabré hacerlo yo la mitad de bien que ellos.
Maldito perfeccionismo.
Quizá esa sea la clave del síndrome del impostor: un perfeccionismo casi enfermizo que nos paraliza, nos impide dar el paso y lanzarnos al vacío, a pesar del consabido miedo al fracaso. O quizá el factor determinante sea el miedo, con esa capacidad tan suya de entumecer tus sentidos, de inmovilizarte y crear multitud de obstáculos, muchas veces imaginarios. Últimamente pienso mucho en ese miedo. Es una constante impertérrita que danza continuamente a mi alrededor.
También he leído que el miedo a la exposición al juicio externo puede suponer un freno a nuestras ambiciones escritoras. Está claro que cuando escribes para que te lean, habrá gente a la que le gustes y gente a la que no.

Sea el perfeccionismo, el miedo al fracaso o una mezcla de mil y un factores, el síndrome del impostor es un claro enemigo de las mentes creativas. Cuando ponemos el foco en algo que no sea crear, escribir y salir de la entropía de lo cotidiano, estamos apagando nuestro espíritu creador y la llama de la inspiración. Hay que escribir con la mirada inocente y naíf de una persona llena de ilusión y pasión por lo que hace. Desde mi humilde experiencia, cuando la pasión domina tus pasos, las cosas salen mejor.
Esta reflexión no tiene más pretensión que la de compartir con colegas mis propias inquietudes y ordenar mis pensamientos, pero también tiene el objetivo de hablarme a mí misma para ponerme cara a cara con mis miedos y flaquezas. Es una especie de terapia desde que aprendí a escribir. A lo mejor también os ocurre a vosotros. O a lo mejor navego en soledad entre los misterios de la escritura. Quién sabe.
Nos leemos pronto. ¡Felices lecturas!
T.
Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0









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