Existió una vez en las lejanas montañas de la Gran Cascada Eterna un guerrero valiente, diestro en el manejo de las armas. De pequeño aprendió el arte de la mano vacía, pero al crecer conoció el sable y se enamoró de él. Era un arma bella, un arma que sentía como una parte de sí mismo, que bailaba con él cada vez que la empuñaba. Un arma que le enseñó cómo vivir y respetar la vida; que le ayudó en sus momentos más difíciles y le protegió cuando más lo necesitaba. Estaba cómodo entrenando con ella y teniéndola cerca. Era feliz con su sable y no era capaz de imaginar su vida sin él.
Sin embargo, una fría y blanca noche de invierno, el guerrero salió a pasear por las montañas, solo. Había dejado su querida arma resguardada del frío, por miedo a lastimar su delicada hoja. El aire frío cortaba su piel y erizaba su vello. No sabía bien por qué había salido de su hogar, pero siguió andando, sin rumbo fijo.

Caminando entre los nevados y densos árboles, llegó a un claro del bosque, donde algo llamó poderosamente su atención. Era un brillo plateado como jamás había visto en su vida. Poseía una luz propia, ajena al mundo y con una fuerza que calentaba su corazón en mitad de la helada noche. Intrigado, se acercó a aquel misterioso fulgor para descubrir de qué se trataba. Sin embargo, cada vez que intentaba alcanzarlo, la luz, cada vez más intensa y cálida, parecía alejarse de él. «¿Por qué te escondes?», susurró a la noche.
Silencio.
«¿Quién eres?», insistió.
Silencio.
El guerrero cerró entonces los ojos; se sentía desprotegido sin su sable. Los abrió de nuevo y miró a su alrededor. Nada. Bajó la mirada, triste, llevando inconscientemente su mano hacia el cinto en busca de su apreciada arma. «Lo habré imaginado», se dijo.
Pero, justo cuando iba a emprender el camino de regreso a casa lo vio. Una luz hermosa, un halo de misterio y de fuerza inigualables. Se acercó a la fuente de tan grandioso poder que parecía haberle hipnotizado. Y, al llegar, la vio. Una figura esbelta, delicada pero letal. El mismo fuego contenido en un pequeño cuerpo plateado. La elegancia, el arte en sí mismo. La pasión, la fuerza, la libertad. Lo salvaje, lo primitivo. Era una espada, la más bella que jamás existió. El guerrero se estremeció.

Nunca en su vida había contemplado en un mismo cuerpo aquella extraña mezcla de potencia y vulnerabilidad, de fuerza y ternura, de fuego y hielo. Yin y yang. Equilibrio, pureza, amor. El guerrero se enamoró de la espada y supo que nada sería igual desde aquel instante. Lo supo en cuanto sus ojos besaron su imagen por primera vez. Sin embargo, era un amor imposible, prohibido. La espada estaba más allá de su alcance: no le pertenecía. Él tenía su sable, con quien había compartido tanto.
Así que partió de allí con lágrimas en los ojos, sin mirar atrás. Sabía que nunca podría acariciar el filo de la espada, que nunca podría empuñarla ni danzar con ella, que jamás volarían juntos. Pero también era consciente de que su humilde corazón le pertenecería a aquella espada inalcanzable por toda la eternidad. Que aunque él volviera con su querido sable, pues era su intención seguir cuidándole y queriéndole, siempre amaría a la espada, su hermosa princesa imposible. Y su corazón le pertenecería a ella, por siempre y para siempre.
T.

*Foto de portada de TechRushi
Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0









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