Ocurrió un miércoles a media mañana. Olía a tormenta. Debían de ser las doce y media, por la posición del sol y la cuadratura de Géminis con Mercurio en retro. Para compensar mi ánimo macilento, llevaba un jersey rojo radiactivo que se divisaba desde más allá de la estrella de Orión. Había decidido ignorar la rebeldía de mi pelo dejándolo suelto (—craso error—), así que el viento aprovechó mi descuido para construir intrincadas urdimbres con los mechones más desprevenidos. Eran auténticas obras de ingeniería imposibles de desenmarañar.
Miré al cielo: había decidido ponerse a juego con mi humor vistiéndose de un nublado denso, oscuro y brillante al mismo tiempo. Las nubes eran compactas y formaban volutas apelmazadas, moviéndose como si quisieran salir todas al mismo tiempo de una habitación y se quedaran atrapadas en el cerco de la puerta. Se intuía por detrás al sol, que quería atravesar aquella muralla plúmbea con poco éxito; si acaso, lograba deslizar algún avispado rayo entre los resquicios casi invisibles de una nube despistada, dándole un aspecto casi fantasmagórico.

El olor a tormenta se hizo más insistente y tapizaba mis sentidos con un intenso aroma a petricor.
Mi vello empezó a erizarse; se estiraba, exigente, para atrapar las nubes entre sus pilosas garras y robarle toda su fuerza a la tormenta.
La energía eléctrica que condensaba el ambiente recorrió mi cuerpo, como unos dedos que reptaban desde mis pies a la nuca. Era una sensación casi erótica.
Cerré los ojos. Deseaba fundirme con la tormenta y desaparecer en su abrazo galvánico. Fue en ese instante cuando ocurrió.
La Gran Vía de Madrid se iluminó con una luz cegadora, robando la luz a todos los edificios a 3 kilómetros a la redonda. A ojos ajenos, un rayo había caído impactando en mi séptimo chakra, Sahasrara, justo en el centro de la coronilla.

Caí inconsciente; mi cuerpo, una amalgama de carne inerte.
En aquel letargo infinito, muerta en apariencia, mi yo inconsciente empezó a levitar, viajando por tierras ignotas hasta encontrarse con mi Consciencia Cósmica. Era una versión ultra mejorada de mí misma. Todo a lo que aspiraba, todo lo que nunca podría llegar a ser. Más yo, mejor que yo y, encima, enmarcada en un halo casi divino como si fuera una deidad hindú. Hasta diría que tenía ocho brazos, como Durga.
Me daba envidia y miedo a partes iguales. Ganaba la envidia, sin duda.
Aquella versión odiosamente perfecta de mí misma estaba sentada en postura de padmasana, sobre una enorme flor de loto con mil pétalos de color violeta. No me habló, sólo sonrió. ¿Mi cuerpo era capaz de ser tan seductor? Yo no lo era, desde luego.
Y ella (¿yo?) me tendió su mano, cerrada en torno a algo que aún no alcanzaba a ver. Me acerqué cautelosa. No solía fiarme de una perfección tan superlativa.

Celestialmoonfire Art
Cuando abrió su mano vi una semilla, de un color indescriptiblemente hermoso. Con tonalidades moradas, azules, verdes y rojas. Me sentía como una suerte de Alicia en el País de las Maravillas con sobredosis de ayahuasca.
Vacilé. Ella (¿yo?) insistía en su sonrisa, tratando de disipar mis inevitables dudas.
Pasó una fracción de segundo en la que cabían mil eones de tiempo. Y ella, ante mi vacilación, se levantó, introdujo su mano en mi cabeza hasta llegar a mi cerebro y «plantó» la semilla en la glándula pineal.
En ese instante pasaron tres cosas: noté una luz inmensa brotar de mi interior, me inundó la mayor sensación de lucidez que nunca antes había sentido y me desperté absolutamente desconcertada.
Estaba tirada en el sucio suelo de Gran Vía. Empapada. Con un frío sobrehumano. Observada con una curiosidad mal disimulada por los viandantes más madrugadores de las calles de Madrid.
«¿Estás bien?», preguntó un hombre joven, que se acercó a mí tras ver caer el rayo sobre mi cabeza.
Le miré como si me hablara en vulcaniano. Me ayudó a levantarme y me cobijó bajo su enorme paraguas de Batman. Los héroes reales tenían mucho sentido del humor.
Parpadeé. Lo cierto es que estaba mejor que nunca. No sé si había sido el rayo, mi Yo Superior o un fallo de Matrix, pero lo que sí sabía es que aquella semilla era real.
Era la simiente de una idea que empezaba a germinar, regada por la incesante y fecunda lluvia de aquel miércoles de junio.
T.

Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0









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