Tengo una obsesión. O debería decir «tenía», porque parece ser que se puede morir por una sobredosis de casi todo. Y yo era una de esas víctimas. Aunque, sinceramente, tengo mis dudas. No estoy segura de si he muerto por abuso de uso o por asfixia. Es absurdo que me reconcoma esta duda existencial, si no va a cambiar el hecho de estar fiambre, fallecida, acabada. ¡Pobre yo! ¡Qué poco atendí a los avisos de innumerables amigos y conocidos! «Te estás pasando»; «Tienes que dejarlo»; «Hija, te va a sentar mal darle tanto al molinillo».
Pero me encantaba darle al molinillo. Mucho. Y muchas veces.
Total, que no les escuchaba.
No podía dejarlo porque se había convertido en una droga para mí: a todas horas pensaba en ello. En cuándo podría entregarme a la concupiscencia o de qué manera podría sobrevivir si dedicaba toda mi atención al objeto de mi deseo.
En el trabajo, me agachaba bajo la mesa para que no me vieran darme al vicio en los momentos más insospechados. Estaba ahí, frente al ordenador, tratando de centrarme en el artículo que debía escribir sobre las estimaciones a futuro de los tipos de interés del Banco Central Europeo cuando me entraba el ansia y sucumbía a la depravación.
El día en que me descubrieron con la boca y las mejillas manchadas y parte de la camiseta a juego fue cuando tuve la revelación: tenía un problema.
Era una yonqui de la canela. O lo soy. Creo que la muerte no cambia nuestras inclinaciones.
Empecé con la canela en rama. Cogí un palo por pura curiosidad y al probar el sabor supe que estaba perdida. Luego empecé a hacer experimentos, lo mojaba en crema de cacahuetes, en nata, en leche condensada…, y lo chupaba hasta desintegrarlo. Vale, tenía un problema.
Luego descubrí la canela en polvo. Eso sí fue una revolución. Mismo sabor, más cantidad, más utilidades (y más discreto de usar en cualquier contexto y lugar). Estaba loca por los polvos, ¡qué delicia!
Creo que ese fue el punto de inflexión: la canela en polvo. Me conformaba con poca cantidad al principio, pero la cosa se me fue de las manos. Cada vez echaba más polvos, cada vez lo probaba con más manjares distintos y cada vez me lo pedía más el cuerpo. Veía posibilidades a todo y en todas partes. Sí, estaba obsesionada. O estoy. No creo se me haya pasado la manía.
Total, que un día me dije «¿y si coges el bote y te das un homenaje así: a pelo?».
El resultado ya lo sabéis: muerte por vicio.
Lo peor para mí no es el acto de fenecer como tal.
El verdadero horror es mi actual vida espectral: estoy condenada a no volver a disfrutar de esos maravillosos polvos. Y a no chupar las ramitas.
T.
Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0









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