Sirva esta breve y caótica ojeada a mi oscuridad interior como un humilde faro de esperanza a quienes se hallan, como yo, perdidos…
Hablaba de mí misma como si fuera un testigo ajeno a mi vida y mis emociones. Creía que de esa manera era mucho más sencillo afrontar el dolor, la explosiva mezcla de frustración e ira contenidas en este castigado cuerpo. Sin embargo, llegó a ser insostenible tal cantidad de emociones perniciosas que había ido coleccionando en los últimos años, sobre todo por su intensidad y porque habían echado raíces (corrosivas) desde dentro. Tenían la maldita costumbre de recordarme su existencia en forma de contracturas, migrañas y una persistente afición por despertarme varias veces cada noche. No recuerdo la última vez que dormí más de tres horas seguidas…
Había llegado a un punto insostenible, tonteando con el borde del precipicio, y no sabía si saltar o salir corriendo para huir de mí misma. Pero, ¿acaso eso serviría de algo?
Así que decidí enfrentarme cara a cara con esa sombra de mí que había tomado el control de mi vida. Me había relegado a un papel secundario: acabé siendo un espectro guiado por los hilos de la rutina más despótica e inmisericorde que buscaba emociones en fantasías inventadas. O tal vez me dirigía ese otro yo, de talante autodestructivo, que se congratulaba ante mi creciente malestar, riendo a carcajadas en la penumbra.
Enfrentarme a esa situación podía ser «tan sencillo» como obligarme a estar a solas conmigo y mirar de frente a lo más oscuro de mi interior. Observar, sin prejuicios y sin tapujos, esa parte de nosotros mismos que nos avergüenza, que detestamos, que nos quiere decir algo que no deseamos escuchar, pero que debemos atender para poder liberarnos y soltar. Eso es lo que suponía para mí el autoconocimiento, no esas patrañas que contaban por las redes llenas de luz, color y purpurina. Todo fácil, todo alegre, todo bonito: todo MENTIRA. Pero qué sabría yo, que después de cinco años impartiendo clases de yoga cada vez era más consciente de lo poco que sabía y de lo mucho que me queda(ba) por aprender.
El viaje del autoconocimiento es como una Spartan Race: no es sencillo, te lleva al extremo, hay miles de obstáculos y acabarás lleno de barro hasta el séptimo chakra. Al final del camino, si resistes, es posible que encuentres algo de paz interior y equilibrio; eso sí, no es un proceso concluyente, es un periplo constante que dura toda la vida y que requiere poner de tu parte.

Hubo un tiempo en que alcancé ese estado, esa armonía. Pero la vida nos arrastra y nuestras tendencias son muy testarudas, así que es muy fácil caer de nuevo en los antiguos patrones.
Aunque no todos se interesan (o no se atreven) a recorrer ese camino del autoconocimiento, quienes lo hacen suelen proceder de un lugar oscuro, de la desesperación fruto de una inestabilidad que les engulle como arenas movedizas.
Lo sé: he estado ahí. Varias veces. Incluso a pesar de ser profesora de yoga, antes que nada, soy una persona que encierra infinitas contradicciones, mucha mierda emocional y muchas, muchísimas dudas.
Quizá por saber lo que supone, me daba un vértigo abismal enfrentarme a ello. Y tal vez por eso fracasé día tras día, cuando intentaba sentarme a meditar y el diafragma me constreñía hasta impedirme respirar. Estaba pensando desde la mente, desde el pragmatismo de «voy a meditar para quitarme esta ansiedad, este dolor, y seguir adelante». ¿Seguir adelante de qué? ¿Por y para qué? Si no hay equilibrio, si no hay más afán que el de hacer, hacer y hacer, nada tiene sentido. Me había perdido a mí misma. ¿Cuándo había olvidado dedicarme simplemente a ser? ¿Cuándo dejé de cuidarme y amarme?
Tras incontables días, semanas y meses intentándolo, un día me enfundé las mallas y me dispuse a desenrollar la esterilla, sin más objetivo que el de escuchar a mi cuerpo. Lo que vi (sentí) me quebró el alma.

Mi cuerpo lloraba.
Gritaba.
Bramaba.
Y lo hacía a través de toda suerte de dolores a los que había estado ignorando durante años: los hombros, que guardaban una profunda y sólida tensión por el estrés acumulado; el cuello y la mandíbula, ajados por callar palabras, sentimientos y emociones nunca expresadas; la espalda, rígida por aguantar el peso del ego, de cientos de veces tragando y aguantando situaciones tóxicas, de no permitirse jamás relajarse y dejarse llevar. La zona lumbar ardía, dejando claro que había acumulado un exceso de miedo, angustia y ansiedad. Las caderas aullaban, desesperadas, por emociones enterradas, maceradas y contaminadas cuyo veneno se difundía por el resto del cuerpo, robándole la salud.
En el atronador silencio de aquella habitación escuché todo lo que mi cuerpo había callado. O, más bien, todo lo que gritaba y yo había ignorado. Porque no me cuidé en su momento. Porque di prioridad a todo y a todos. Porque no me amé.
No entiendo por qué, después de multitud de caídas, golpes y cataclismos devastadores, aún sigo olvidándome de lo más importante. Por qué me cuesta darme lo que yo regalo (demasiado) alegremente y busco para mí en el exterior. ¿Y por qué lo busco en el exterior? ¿Por qué no nos enseñan a amarnos (sin caer en un egoísmo patológico) para buscar el contentamiento y alcanzar la paz interior?
Una persona muy sabia dijo una vez que tenemos tres corazones: el que mostramos al mundo, el que entregas a las personas que amas (familia, amigos, pareja) y el tuyo, ese que esconde todo lo que eres y lo que compone tu esencia. Al no amarnos (o no amarme yo, quizá únicamente me ocurra a mí) estamos desprendiéndonos de nuestra esencia, regalando ese tercer corazón que deberíamos atesorar y cuidar. Me temo que llevo años degradando mi corazón, mi esencia, y que por eso caigo una y otra vez en ansiedades y dolores que van más allá del cuerpo físico.
No pretendo ser pesimista ni mucho menos, pero relegar al olvido este tipo de emociones me resulta un crimen y una falacia. No me gusta la cultura del fingir que todo es luz y color, puesto que no es real. Somos muchos quienes estamos en es(t)e camino donde habitan más sombras que luces, a pesar de que a veces parece que caminamos solos e incomprendidos.
Lo importante es seguir avanzando y no apegarse a esos sentimientos dolorosos, puesto que la raíz de todo sufrimiento es el apego. Si somos capaces de ver la luz en las tinieblas, podremos danzar en ellas. Como decía Chaplin: «No temas equivocarte, hasta los planetas chocan y del caos nacen las estrellas».
T.

Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0









Replica a elrefugiodelasceta Cancelar la respuesta