Alcé la mirada y vi un extenso campo cuya vegetación se había teñido de un brillante carmesí. El terreno exhibía heridas abiertas que surcaban su primitivo rostro, con pedazos de tierra arrancados sin piedad dejando al descubierto las inertes raíces de la vegetación que antaño la habitaba. Había sido un terreno fértil, lleno de posibilidades y de buenas esperanzas. Un campo que prometía un futuro fecundo donde sembrar infinitas ilusiones.
Pero ahora… Ahora podía ver un suelo regado por la sangre y por incontables cadáveres que se enmarañaban con los despojos de las otrora hermosas flores que poblaban el lugar. Había escudos veteados de escarlata, lanzas quebradas y espadas melladas por doquier. Aquella sombra de muerte era un reflejo de mi propio ánimo: fragmentado y abatido. Me preguntaba cómo seguiría la vida después de aquello. Una última lágrima escapó de mis áridos ojos.
Valerosos guerreros habían combatido durante horas en pos de un ideal por el que consideraban que merecía la pena entregar su vida. Su mortalidad a cambio de un futuro. Ahora, tras la violencia de la que había sido testigo y ejecutor, me preguntaba si todo aquello había merecido la pena. Tantas vidas, tantas ilusiones, todo pasto para los gusanos. ¿Qué futuro habían sembrado nuestros cuerpos? ¿Podría crecer algo de la desolación y del profundo dolor que allí habíamos vertido?

Todavía podía escuchar las voces de cientos de guerreros, atenuadas, pero con la misma exaltación de la batalla. Mis tímpanos aún reverberaban con la desgarradora voz de nuestra líder, capaz de gritar como una valkiria desenfrenada; era la guerrera más valerosa que jamás conoció nuestro clan. Sus gritos animaban a las tropas, sus palabras elevaban la moral de todo hombre y mujer que acudía a luchar; y era ella, siempre, quien lideraba cada embiste e iniciaba cada ataque. Su destacamento la seguía con devoción y estaba dispuesto a morir a su lado: el mayor honor para cualquier guerrero. La mente de aquella mujer era la envidia de los estrategas más avezados de todos los clanes conocidos. Y lo seguiría siendo, a pesar de haber caído en aquella fatídica y absurda guerra.
Como todos aquellos que apagaron su luz cuando se encendió la noche.
Como yo mismo.
Seguí mirando el terreno, arropado por aquellas (nuestras) voces que permanecerían en aquel lugar por toda la eternidad. Ignoraba cuánto tiempo había transcurrido. La tierra estaba ahora cubierta por un frondoso prado, teñido de todos los matices posibles del verde más intenso. El follaje brillaba, desbordante de vida, y atraía a los más hermosos animales para formar allí sus hogares.
Nosotros nos habíamos convertido en voces que susurrarían al viento por siempre. Un rumor evanescente que recordaría el valor de la vida, de los sueños y la posibilidad de mil mañanas. Éramos las voces que tejerían un canto de esperanza, pues nuestra muerte, y de ello estoy seguro, no fue en vano.
Hay muchas formas de morir y nosotros… Murieron nuestros cuerpos, pero no nuestros espíritus. Los entregamos para dar vida. La Ley del Intercambio Equivalente: «para crear, algo de igual valor debe darse a cambio». La alquimia de la transformación.
Y es que la muerte es tan solo el inicio de una nueva forma de vida.
T.
Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0









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