La senda auguraba una travesía larga y solitaria, aunque la soledad no suponía un problema para ella. Disfrutaba al tener a sus pensamientos y su respiración como únicos compañeros, dándole color y cierta magia a su viaje. Se recreaba en cada detalle del paisaje, la forma en que las piedras se diseminaban por el suelo, las danzarinas hojas de los árboles, las tonalidades del lugar que parecían cobrar vida cuando las observaba fascinada.
Sin embargo, algo empezó a inquietarla. El camino que antes era nítido y meticulosamente obvio se había tornado difuso, como un esbozo perezoso de trazos inconexos, anárquicamente enmarañados. ¿En qué momento había perdido el rumbo y por qué?
Un puño invisible se aferró sin piedad a su pecho, robándole la respiración, reduciendo sus pulmones a dos pequeñas motas de polvo incapaces de tomar aire. Se encontró girando sobre sí misma, buscando desesperada una salida, aunque fuera una minúscula vereda por la que recuperar aquel (su) camino, que le regalaba tanta seguridad y la encaminaba hacia un destino claro. Pero, cuanto más miraba a su alrededor, más perdida se sentía y más le oprimía aquel puño. Los árboles, antes hermosas y cálidas figuras, se tornaron cómplices de la mano invisible que la ahogaba y parecían haberla cercado, encerrándola en una jaula inexpugnable. Miró al cielo, boqueando, mientras todo seguía girando vertiginosamente a su alrededor. Debía salir de allí, pero, ¿cómo?

Empezó a llover, cada helada gota arañaba su piel sin piedad. Desconocía si lo que sentía era la lluvia recorriendo su cuerpo o su propia sangre luchando por escapar de aquel tormento. Era incapaz de soportar tantos frentes simultáneos, tanto dolor que acabó sometiéndola de forma implacable. Agotada, sintió cómo su cuerpo se desplomaba sobre el suelo, vencido por un vacío que quedaba ahora reemplazado por un miedo visceral, oscuro, funesto. ¿Cómo podría afrontarlo?
El mundo había perdido su color, sus pensamientos habían colapsado ante las insistentes olas de dolor, la magia estaba casi apagada. ¿Qué le quedaba?
Sin saber cómo, abrió levemente los ojos. Entre densas lágrimas que habían cristalizado en sus pestañas logró ver lo que parecía ser una tenue luz. Más allá del miedo, el dolor y toda esa saturación de sufrimiento, finalmente venció la curiosidad —poderosa criatura— y le reveló la fuerza que aún resistía ardiendo en su interior. Rompió los cristales que mantenían sellados sus ojos para buscar el origen de aquella luminosidad.
Era un farolillo que brillaba con una intensidad abrumadora. Parecía una hoguera colosal, de las que no queman ni hieren, sino que calientan, acogen y abrazan. Aquella luz hablaba directamente a su corazón, la calmaba y la ayudaba a centrarse, frenando la vorágine que amenazaba con engullirla. Arropada bajo la calidez de su halo, ella consiguió levantarse, deshaciéndose de capas de miedo, observando con nuevos ojos sus heridas y empezando a comprender.

Aquel farolillo, que parecía sonreír rebosante de amor, iluminó sus sombras y reveló tras ellas numerosos caminos que seguir; derramó su luz sobre lo que siempre había estado allí para que ella lo viera. Sus ojos se llenaron de lágrimas, de felicidad en aquella ocasión, y una sonrisa auténtica se dibujó en todo su ser.
El puño invisible se deshizo, la comprensión trajo calma y la magia desveló su auténtico brillo. Multitud de caminos se perfilaron ante ella y supo enseguida cuál debía seguir.
T.
A los farolillos que arrojan luz en mis oscuridades.
Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0









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