La belleza del campo era tan sublime que aquella noche el frío se cristalizó en su carne. Cada brizna de hierba daba la bienvenida al amanecer engalanada con hermosas crines blancas; la rúcula silvestre y las suculentas se habían vestido de escarcha y se alzaban majestuosas como pequeñas estrellas de hielo que desearan acariciar el firmamento.
El intenso frío de la mañana mermaba ante aquel manto iridiscente que enmarcaba el follaje. Sentí los ojos desbordados con tanta hermosura, ante ese poder supremo que esconde la Naturaleza. Me sabía esclava de sus dominios, de esa salvaje y primitiva libertad que simbolizaba y de la que yo quería formar parte.
Ella, en su infinita magnificencia, me acarició con ternura y capturó mis lágrimas en su helada mano. Aquellas gotas congeladas me resbalaron por las mejillas, trazando un mapa invisible en el lienzo de mi piel. Pude coger una antes de que se perdiera entre la nívea escarcha del suelo y volviera a donde pertenecía. Al observar mi lágrima, inmortalizada en el hielo, sentí la inmensidad que me rodeaba y una gélida lucidez me embargó. Yo era una porción del Todo, pero también era el Todo en sí mismo.
Ella, la Naturaleza, me mostró su esencia, que era la mía, pues yo nací y me crie en su seno. Volver a encontrarme con ella suponía reencontrarme con mi propia esencia y, por tanto, con la libertad. Yo era la Naturaleza y la Naturaleza era yo. Me había convertido en escarcha, en hielo, en invierno.
El campo estaba engalanado para celebrar el Solsticio de Invierno y ensalzar la promesa de luz, calor y esperanza que escondía en su vientre. Un nuevo ciclo se avecinaba y, una vez más, las hogueras de Yule arderían para regalarnos su luz y su abundancia.
T.

Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0









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