La historia de una carta

La historia de una carta

Dicen que todo comienza con el movimiento. Como cuando lanzas una piedra a un estanque en calma y se empiezan a dibujar arrugas en su piel hasta que brota el caos desde el fondo. Y, en ese momento, todo se vuelve acción y fluye en múltiples direcciones, a veces inesperadas. 

En mi caso, debo de ser la excepción que confirma la regla, porque estoy en la más absoluta quietud. Cero movimiento, más allá de la respiración y los latidos de mi corazón, que intuyo estarán escuchando todos los vecinos de este decadente bloque de Lavapiés. «Quién me mandaría venir aquí, si este asunto no va conmigo», repite la voz de mi conciencia. Hace unos días que decidió independizarse de mí y ahora se dedica a criticarme constantemente: se ha vuelto muy pesada. Me recuerda a mi abuela del pueblo, Jacinta, que tenía por afición censurar todo lo que se me ocurría hacer; era una verdadera profesional en su campo. «Ya sabes que tienes libertad para andar haciendo lo que quieras, pero yo de ti no haría eso, Manolito», solía decir. Con esa ambigüedad tan suya que acababa dirigiendo todas mis decisiones. Seguro que ella también criticaría esta locura. Porque, aunque me cueste reconocerlo, lo es: una auténtica locura. 

Estoy delante de una puerta de madera carcomida, con algunos fragmentos de barniz que resisten testarudos al transcurrir del tiempo; el descansillo entero huele a un pasado al borde del olvido. Observo la mirilla en forma de rosetón e intento obligarme a llamar al timbre para que todo comience, pero no encuentro las fuerzas. Solo noto el peso de la carta, arrugada y desvaída, que reclama mi atención desde el bolsillo de mi americana. «Llama de una vez», parece decirme. Es increíble lo que pesa un pedazo de papel que contiene toda una vida: una historia que no me pertenece y que me encontró hace unas semanas entre las páginas de un libro.

Había planificado mi agenda para reservarme el domingo por la mañana. Era el día que ponían el Rastro y llevaba tiempo con ganas de acercarme a bucear entre los libros de segunda mano. Me había contado mi amiga Candela que algunas empresas familiares se dedican a recoger los libros de las casas que se quedan huérfanas cuando mueren sus dueños sin herederos. «¿En serio?», le pregunté para que me explicara más de aquella historia. «Sí, Manu, es una “pasada”, esos pequeños empresarios recopilan los tomos y los venden en los puestos del Rastro», me decía rebosando entusiasmo mientras yo la observaba absorto. «De esa manera, semejantes tesoros no se destruyen ni se pierden, sino que encuentran nuevos dueños y tienen una segunda oportunidad para que vuelvan a leerlos», añadió. Me pareció una historia tan maravillosa, que tuve la necesidad de adelantar mi visita al Rastro.

Fui aquel domingo de mayo, cuando la primavera anunciaba su poderío desde los balcones de la Plaza de Cascorro. Flores voluptuosas de color rosa, naranja, blanco y violeta saludaban a los más madrugadores, como espectadores curiosos ante aquel pintoresco espectáculo. Llegué pronto —todavía estaban acabando de montar algunos puestos—, pero ya había gente que, como yo, había madrugado para disfrutar de ese breve instante donde aún se apreciaba el aroma a café recién hecho y a reliquias repletas de secretos.

Caminé sin rumbo entre los puestos que bajaban por Ribera de Curtidores: algunas estructuras metálicas estaban a medio vestir, otras estaban ya orgullosamente engalanadas. A mitad de la cuesta, justo después de una caseta con ropa cuyos estampados rivalizaban con las flores de las terrazas, encontré un puesto enorme. Bajo una tela verde oliva, raída por los constantes mordiscos del sol, había varias mesas de al menos tres metros de largo; sobre ellas, una veintena de cajones de fruta rebosantes de libros. Me detuve a una distancia prudencial para saborear aquella imagen: miles de páginas teñidas del color del tiempo a la espera de ser descubiertas. Podía oler el aroma del papel, ligeramente avainillado. Cuando quise darme cuenta, estaba en las redes de aquel botín, pasando los dedos por el lomo de cada ejemplar.

—¿Busca usted algún libro en particular, caballero? —el vendedor iba vestido a juego con otro tiempo: pajarita, bigote poblado y un reloj de bolsillo que se intuía pegado a su pecho.

—No, muchas gracias, solo estaba mirando —dije con una sonrisa.

—Sepa usted que los mejores hallazgos se producen cuando no se busca nada —comentó y, tras guiñarme un ojo, se giró para atender a una mujer que acababa de llegar.  

Me sorprendió aquella reflexión tan filosófica, pero seguí investigando aquellos cajones. Pude ver algunas pegatinas descoloridas en los laterales: las de «Naranjas Ponche» o «Frutas selectas al natural Vda. De Vicente Soro» aún se podían leer, aunque hubieran perdido parte del brillo y el color. Recuerdo haber visto aquellas mismas naranjas en casa de mi abuela Jacinta. «Las Ponche hacen buen zumo y no esas cosas que traen del extranjero, que no tienen sabor ni tienen ná. Manolito, cuando te hagas mayor, búscate una moza que sepa apreciar las cosas de nuestra tierra, tú hazme caso», solía decirme mientras pelaba patatas sobre un trapo que raleaba. Entre aquellos libros y mis recuerdos me sentía transportado a una época remota, donde el tiempo transcurría más despacio y el gusto por el detalle era el gran protagonista.

Cuando estaba buscando en una de las cajas, encontré un tomo que me llamó la atención: una primera edición de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Tenía en casa dos ediciones más actuales, pero aquella me enamoró a primera vista: tapas de cuero desgastado color bermellón, esquinas mordidas que dejaban al descubierto el marrón oscuro del cartón que había debajo y letras impresas en bajo relieve en dorado. Ni siquiera lo abrí, me dirigí al vendedor de la pajarita y le pagué cinco euros, el precio que ponía en la etiqueta del cajón. 

—¿Lo ha leído, caballero? —preguntó sonriente, como si conociera un secreto a punto de ser revelado.

—Pues se va a reír, pero este es el tercer ejemplar que compro de esta novela y aún no la he leído… —me daba vergüenza reconocerlo, pero continué—: Este libro estaba en casa de mi abuela cuando yo era pequeño y me gusta tenerlo conmigo, como si así ella siguiera acompañándome de algún modo. Sin embargo, me da miedo leerlo y que esa presencia invisible desaparezca… Lo sé, es una locura —me reí ante mi propia excentricidad.

—No crea usted, no lo es: los libros tienen la capacidad de atrapar las historias y hacerlas eternas. Mucho más de lo que pudiera parecer… —dejó el enigma en el aire y se despidió de mí con aquella sonrisa que encerraba mil secretos.

Me fui con mi botín a mi apartamento, en el barrio de San Blas, para disfrutar de su textura, el olor de sus páginas y esas letras nacidas en una época en la que todo se hacía más artesanalmente. Tras prepararme una copa de Sauvignon Blanc, puse un vinilo de Thin Lizzy y me senté en el sofá. Tenía el libro sobre la mesa, esperándome, y yo le miraba como un amante que retrasa el primer contacto con su objeto de deseo. Cuando no pude aguantarme más, cogí el ejemplar, acaricié la cubierta y empecé a hojearlo. Entonces, de entre aquellas páginas amarillas cayó sobre mi regazo una carta, arrugada y desvaída. Dejé el libro en el sofá y la cogí con cuidado. Ponía: «A mi amada Isabella, para que entiendas por qué». La fecha era de mayo de 1952. Apagué la música y centré toda mi atención en aquella carta; la abrí con sumo cuidado y me puse a leer.

«Querida Isabella:

»Hace tiempo que quería explicarte lo que ocurrió. Seguro que pensarás que soy la peor persona del mundo, la más cobarde, incapaz de luchar por el amor de su vida. Y lo cierto es que tienes razón: lo soy. Porque mi familia me presionó para aceptar este matrimonio que aseguraría nuestro estatus. Sabes bien que luché por evitarlo, pero la realidad me superó y no pude hacerle frente. Podría haberlo abandonado todo e ir contigo, pero ¿qué hubiéramos hecho? No teníamos trabajo ni recursos y sabes que una relación como la nuestra no está bien vista. Mis padres me amenazaron con avisar a Inmigración y deportarte a Italia si no dejaba de verte, ¿qué podía hacer sino casarme?

»Quería escribirte estas líneas para decirte que siempre recordaré el roce de tus labios sobre los míos y las caricias que intercambiamos en el parque y que aún llevo tejidas en mi piel. Los atardeceres en el Retiro y esos lugares oscuros que guardarán nuestro amor en secreto. Me voy de Madrid, mi amor, no sé si a Barcelona o a Bilbao. Solo espero que en el futuro cambien las cosas, que podamos volver a vernos y que la vida tenga a bien darnos una segunda oportunidad, pero hasta entonces quiero que sepas que te amo y siempre lo haré. Aunque el nuestro sea un amor prohibido. Recordaré tu sonrisa y la suavidad de tu piel incluso cuando mi marido me reclame, incluso en esos momentos pensaré en ti, cada vez.

»Siempre tuya, Josefina.» 

Me quedé desolado, observaba entre lágrimas la tinta del papel que se había vuelto gris: empezaba a desaparecer por la caricia del tiempo. Me embargó una aguda sensación de angustia, un miedo irracional. Pensaba en que aquella trágica historia de amor desaparecería sin más cuando la tinta se evaporara del todo. Tanto cariño y dolor vertido en unas palabras, borrado de la historia… Me entristecía y al mismo tiempo me despertaba una envidia que no podía comprender. Jamás había vivido un amor como aquel y quería protegerlo. Fue en ese preciso momento cuando se me ocurrió esta locura. Debía encontrar a Isabella y entregarle aquella carta: tenía que ayudarla a encontrarse con Josefina.

Así que aquí me encuentro, anclado al suelo mientras analizo los mil y un motivos para no hacer esto. Sigo paralizado mientras observo la mirilla en forma de rosetón. «Te dije que esto no es asunto tuyo, Manu, que lo mismo esta señora te manda a la mierda por meterte donde no te llaman y con razón. O, peor, le abres una herida que tenía ya cerrada», otra vez mi conciencia decidida a importunarme. Sé que tiene razón, pero no puedo evitar pensar en la injusticia que sufrieron Isabella y Josefina. Por eso busqué a Isabella y vi que jamás se había mudado de aquella casa. Imagino que se quedó esperando a Josefina toda una vida por si regresaba. O que se quedó a la espera de una carta que nunca le llegó: esta que tengo en mi bolsillo, arrugada y desvaída.

Mi cuerpo no se ha movido ni un ápice, pero mi mente no ha dejado de viajar en busca del hilo que me ha traído a este momento. Es curioso eso que dicen, que todo comienza con el movimiento; quizá tengan razón. Escucho el grito de una tetera de otra época en lo más profundo de aquella casa, como un canto de sirena que me trae de nuevo al presente. Tomo aire y llamo al timbre. 

T.


Con las manos en las letras © 2023 by Tania Suárez Rodríguez is licensed under CC BY-NC-ND 4.0 

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